LA CONSTRUCCIÓN DE UN NUEVO PARADIGMA
Quizá lo que ha venido definiendo el debate de la arquitectura en los últimos cincuenta años es la pertinencia de un nuevo modelo o paradigma capaz de actualizar, por un lado, las propuestas estilísticamente cerradas de las vanguardias y de combatir con eficacia, por el otro, el carácter económicamente especulativo y socialmente inane de la arquitectura vulgar de consumo.
La fortuna me ha permitido, desde los inicios de mi carrera profesional, llevar a cabo proyectos en lugares especiales, territorios cuya personalidad y presencia insoslayable inevitablemente obligaban a tender un velo de escepticismo acerca de lo que los arquitectos de mi generación habíamos aprendido. Trabajé desde muy temprano en diferentes islas de las Canarias. La potente presencia de unos paisajes vírgenes, de insospechada belleza y, a la vez, muy vulnerables, me obligó a revisar mis estrategias proyectuales con el fin de poder respetar aquel rico horizonte natural. Había que pasar desapercibido, para que la arquitectura pudiera integrarse en aquellos territorios tan singulares. Había que ser discreto: seguir las sinuosas líneas de la orografía, utilizar los colores y las texturas de los materiales autóctonos, protegerse con sistemas tradicionales de las extremas condiciones atmosféricas, dialogar, incluso, con pre-existencias culturales de singular interés. Se trataba de emplear los recursos de la arquitectura popular reinterpretados en lenguaje contemporáneo y entregarse, casi con los ojos cerrados, a la naturaleza. Utilizamos, por tanto, en esta primera fase, las ESTRATEGIAS DE LA MÍMESIS, centradas fundamentalmente en la materia.
Pronto descubrimos que aquellas herramientas, por ser demasiado literales, eran sólo válidas cuando la arquitectura era casi una excepción dentro de un territorio continuo dominado por una naturaleza con gran personalidad, pero que resultaban poco fructíferas cuando lo que había que encarar era la complejidad de la ciudad contemporánea. Descubrimos entonces que el problema de la "sostenibilidad" no se refería sólo a los paisajes degradados o amenazados, sino que era precisamente la ciudad lo que constituía el verdadero problema. Hoy sabemos que el 70% de la población ocupa el 2% del suelo. Este suelo pertenece a las ciudades y, en ellas, se desarrollan con una complejidad hasta ahora desconocida unas redes de intercambio económico, social y energético que, por su densidad, afectan de manera relevante al 98% del suelo restante.
Nuestra mirada se dirigió, de este modo, hacia las ciudades. Allí, los crecientes niveles de confort y eficacia climáticos requeridos en los edificios de oficinas y, junto a ellos, la preocupación cada vez mayor por el ahorro energético nos llevaron a la idea de que las estrategias fructíferas deberían consistir en aunar los métodos pasivos ya ensayados y las herramientas activas cada vez más eficaces que la tecnología nos iba proporcionando. Queríamos, por tanto, recuperar para la arquitectura la parte formal de la tríada materia-forma-energía. Descubrimos que la manera de trabajar no consistía tanto en mimetizarse discretamente sino en utilizar las energías del lugar para utilizarlas como sugerencias formales. La energía podía transformarse en forma gracias a la arquitectura: hablaban su mismo lenguaje. Los flujos dinámicos de los vientos dominantes, la variación de los ángulos del hemiciclo solar, la inercia térmica del terreno podían transformarse en una determinada sección constructiva distribuidora de la energía, un cerramiento especializado o una determinada superposición de espacios. Se trataba de ESTRATEGIAS DE TRANSFORMACIÓN.
Intentamos además superar el desfase entre el lenguaje y el contenido, asumiendo que las formas que nos proporcionaba la tecnología en sistemas energéticamente activos como los paneles solares fotovoltaicos o captadores debían integrarse en el conjunto arquitectónico. En algunos casos conseguimos resolver el problema con fortuna, pero era evidente que el mismo concepto de "integrar" evidenciaba el hecho de que siempre partíamos de soluciones formales construidas a priori y que, por tanto, el hecho energético se veía abocado a un segundo plano.
El salto hacia una estrategia más transversal, compleja e innovadora se produjo cuando tuvimos la oportunidad de encarar en el estudio el desarrollo de varios edificios en lo que, por sus características, este hecho energético, antes marginado, reclamaba todo el protagonismo. ¿Con qué lenguaje debe diseñarse unedificio de este tipo? ¿Cuál debe ser la expresión formal del lenguaje de la energía? Entendimos que el problema era sumamente complejo: debía recabarse, en primer lugar, toda la información sobre el lugar: datos climáticos, flujos, condiciones culturales, relaciones sociales, etc... para traducirse, después, toda esta información en cartografías energéticas, elaboradas a partir de potentes herramientas informáticas, que permitiesen acotar el problema de la forma. No creemos que un edificio deba entenderse como una máquina, sino como un verdadero organismo, flexible y con capacidad de adaptarse a las condiciones variables de su entorno. En este contexto, elaborar una piel energética se convirtió en el verdadero reto. Dicha piel debía construirse sobre la cartografía energética que, dado que atendía a todos los niveles del problema, no se convertía en una expresión arbitraria o simplemente estilística sino que traducía verazmente los diferentes potenciales energéticos del lugar. Estas ESTRATEGIAS DE LA SISTEMATIZACIÓN permiten buscar, de nuevo, el vínculo entre la materia y la forma a través de la energía.
Necesitamos un nuevo paradigma, un espacio compartido que permita afrontar fructíferamente la situación de crisis que, hoy en día, sufren nuestras ciudades y nuestro territorio. Todas las corrientes renovadoras que logran encarnar con éxito un nuevo paradigma surgen de hechos de filiación diversa y compleja: materiales unos –cambio de modelo de una sociedad o de las condiciones económicas del momento- y espirituales otros –emergencia de nuevas corrientes filosóficas o estéticos- de cuya combinación u oposición nace un modelo fructífero capaz de traducir en formas concretas las informes contradicciones de su época. Podemos decir, así, que un paradigma es una especie de imagen espiritual de su siglo.
La emergencia de las vanguardias puso en crisis todo aquello. Se perfilaron innumerables lenguajes formales que compartían su preocupación por entender cómo el desarrollo de las nuevas tecnologías y la omnipresente preocupación social debían transformar las formas del arte. Es la época del PARADIGMA DE LAS VANGUARDIAS con el que hemos entendido la arquitectura del siglo XX.
Asistimos, con un creciente cinismo, al desarrollo del antiguo paradigma de las vanguardias exclusivamente en el campo estilístico, con arquitecturas sutiles y depuradas de indudable belleza. Sin embargo, el impulso tecnológico que justificó la obra de aquellos pioneros ha ido evolucionando por caminos divergentes, configurando un espacio autónomo al que sólo recurre el arquitecto en los aspectos "secundarios" de su quehacer.
¿En qué consiste la "crisis" de la arquitectura de nuestro tiempo? En el desfase entre los lenguajes y la tecnología o, mejor aún, en la abierta oposición entre los lenguajes arquitectónicos y los contenidos o conceptos relevantes para el mundo de hoy.
Quisiera explicar esta idea del desfase entre las formas y el espíritu de nuestra época,con dos imágenes muy elocuentes. Los hombres de comienzos del siglo XX asistieron a dos inventos, el avión y el automóvil, que revolucionarían sus vidas en los cincuenta años siguientes. Sin embargo, llegar a la forma ejemplar de un avión o un automóvil no fue fácil. Requirió de un paradigma que aunara el concepto y su expresión. Así, los primeros automóviles fueron verdaderos carruajes con motor; los aviones de los pioneros, por su parte, auténticas cometas motorizadas. Fue un trabajo arduo el que permitió, en apenas treinta o cuarenta años, en llegar a esa forma arquetípica que, aún hoy, reconocemos como nuestra. Algo semejante ocurrió con el desarrollo del taylorismo en la organización del trabajo. En los espacios de trabajo de finales del siglo XIX, asistimos a una organización de los trabajadores en cubículos en los que reconocemos una simple traducción del espacio doméstico burgués. Sólo el desarrollo de la tecnología aplicada al aumento de las luces estructurales y la posibilidad de la climatización eficiente, permitió la creación de espacios acordes a su función.
Esta saludable metamorfosis sufrida, en general, por todos los inventos ingenieriles y llevada a cabo en periodos de tiempo sorprendentemente cortos, no se ha conseguido aún en la arquitectura. La paradoja de nuestro tiempo consiste en que la hipertrofia de la arquitectura vulgar de consumo, asistida como cómplice por los ejemplos manieristas y singulares de los arquitectos de "prestigio", convive con la emergencia cada vez más preocupante de problemas energéticos, económicos, sociales y culturales de una relevancia sin par desde el inicio de la Revolución Industrial.
Nunca como hoy habíamos estado amenazados por problemas cualitativos de tal calado y, sin embargo, nunca como hay había estado la arquitectura tan alejada de esos mismos problemas.
La construcción de un nuevo paradigma deja de ser un problema estético para convertirse en un dilema ético. Creo que ahora me encuentro en una posición adecuada para responder a la pregunta que les adelantaba hace algunos minutos. ¿Con qué materiales debemos construir este nuevo paradigma? Mi respuesta es aparentemente sencilla: hoy en día este nuevo paradigma sólo puede ser un PARADIGMA DE LA SOSTENIBILIDAD.
El paradigma de la sostenibilidad, de este modo, se funda en una actitud que se hace patente en un modo de trabajar que, a través del conocimiento de la complejidad, interviene sobre ella pero no de cualquier modo –y esta idea es de particular importancia- sino de una manera reversible, es decir, manteniendo o “sosteniendo” las reglas de juego básicas del ecosistema heredado. Las formas derivadas del paradigma de la sostenibilidad son, por tanto, siempre abiertas, dinámicas, nunca irreversibles.
En este contexto, por lo tanto, no son tan importantes las herramientas o estrategias que deben ser aplicadas como el punto de vista desde el que se aplican. La sostenibilidad, por tanto, es un concepto que sobrepasa lo puramente energético, dando cuenta de las transiciones entre la materia, la forma y la energía que subyace a la arquitectura, a las ciudades y a los territorios.
Quizá lo que ha venido definiendo el debate de la arquitectura en los últimos cincuenta años es la pertinencia de un nuevo modelo o paradigma capaz de actualizar, por un lado, las propuestas estilísticamente cerradas de las vanguardias y de combatir con eficacia, por el otro, el carácter económicamente especulativo y socialmente inane de la arquitectura vulgar de consumo.
La fortuna me ha permitido, desde los inicios de mi carrera profesional, llevar a cabo proyectos en lugares especiales, territorios cuya personalidad y presencia insoslayable inevitablemente obligaban a tender un velo de escepticismo acerca de lo que los arquitectos de mi generación habíamos aprendido. Trabajé desde muy temprano en diferentes islas de las Canarias. La potente presencia de unos paisajes vírgenes, de insospechada belleza y, a la vez, muy vulnerables, me obligó a revisar mis estrategias proyectuales con el fin de poder respetar aquel rico horizonte natural. Había que pasar desapercibido, para que la arquitectura pudiera integrarse en aquellos territorios tan singulares. Había que ser discreto: seguir las sinuosas líneas de la orografía, utilizar los colores y las texturas de los materiales autóctonos, protegerse con sistemas tradicionales de las extremas condiciones atmosféricas, dialogar, incluso, con pre-existencias culturales de singular interés. Se trataba de emplear los recursos de la arquitectura popular reinterpretados en lenguaje contemporáneo y entregarse, casi con los ojos cerrados, a la naturaleza. Utilizamos, por tanto, en esta primera fase, las ESTRATEGIAS DE LA MÍMESIS, centradas fundamentalmente en la materia.
Pronto descubrimos que aquellas herramientas, por ser demasiado literales, eran sólo válidas cuando la arquitectura era casi una excepción dentro de un territorio continuo dominado por una naturaleza con gran personalidad, pero que resultaban poco fructíferas cuando lo que había que encarar era la complejidad de la ciudad contemporánea. Descubrimos entonces que el problema de la "sostenibilidad" no se refería sólo a los paisajes degradados o amenazados, sino que era precisamente la ciudad lo que constituía el verdadero problema. Hoy sabemos que el 70% de la población ocupa el 2% del suelo. Este suelo pertenece a las ciudades y, en ellas, se desarrollan con una complejidad hasta ahora desconocida unas redes de intercambio económico, social y energético que, por su densidad, afectan de manera relevante al 98% del suelo restante.
Nuestra mirada se dirigió, de este modo, hacia las ciudades. Allí, los crecientes niveles de confort y eficacia climáticos requeridos en los edificios de oficinas y, junto a ellos, la preocupación cada vez mayor por el ahorro energético nos llevaron a la idea de que las estrategias fructíferas deberían consistir en aunar los métodos pasivos ya ensayados y las herramientas activas cada vez más eficaces que la tecnología nos iba proporcionando. Queríamos, por tanto, recuperar para la arquitectura la parte formal de la tríada materia-forma-energía. Descubrimos que la manera de trabajar no consistía tanto en mimetizarse discretamente sino en utilizar las energías del lugar para utilizarlas como sugerencias formales. La energía podía transformarse en forma gracias a la arquitectura: hablaban su mismo lenguaje. Los flujos dinámicos de los vientos dominantes, la variación de los ángulos del hemiciclo solar, la inercia térmica del terreno podían transformarse en una determinada sección constructiva distribuidora de la energía, un cerramiento especializado o una determinada superposición de espacios. Se trataba de ESTRATEGIAS DE TRANSFORMACIÓN.
Intentamos además superar el desfase entre el lenguaje y el contenido, asumiendo que las formas que nos proporcionaba la tecnología en sistemas energéticamente activos como los paneles solares fotovoltaicos o captadores debían integrarse en el conjunto arquitectónico. En algunos casos conseguimos resolver el problema con fortuna, pero era evidente que el mismo concepto de "integrar" evidenciaba el hecho de que siempre partíamos de soluciones formales construidas a priori y que, por tanto, el hecho energético se veía abocado a un segundo plano.
El salto hacia una estrategia más transversal, compleja e innovadora se produjo cuando tuvimos la oportunidad de encarar en el estudio el desarrollo de varios edificios en lo que, por sus características, este hecho energético, antes marginado, reclamaba todo el protagonismo. ¿Con qué lenguaje debe diseñarse unedificio de este tipo? ¿Cuál debe ser la expresión formal del lenguaje de la energía? Entendimos que el problema era sumamente complejo: debía recabarse, en primer lugar, toda la información sobre el lugar: datos climáticos, flujos, condiciones culturales, relaciones sociales, etc... para traducirse, después, toda esta información en cartografías energéticas, elaboradas a partir de potentes herramientas informáticas, que permitiesen acotar el problema de la forma. No creemos que un edificio deba entenderse como una máquina, sino como un verdadero organismo, flexible y con capacidad de adaptarse a las condiciones variables de su entorno. En este contexto, elaborar una piel energética se convirtió en el verdadero reto. Dicha piel debía construirse sobre la cartografía energética que, dado que atendía a todos los niveles del problema, no se convertía en una expresión arbitraria o simplemente estilística sino que traducía verazmente los diferentes potenciales energéticos del lugar. Estas ESTRATEGIAS DE LA SISTEMATIZACIÓN permiten buscar, de nuevo, el vínculo entre la materia y la forma a través de la energía.
Necesitamos un nuevo paradigma, un espacio compartido que permita afrontar fructíferamente la situación de crisis que, hoy en día, sufren nuestras ciudades y nuestro territorio. Todas las corrientes renovadoras que logran encarnar con éxito un nuevo paradigma surgen de hechos de filiación diversa y compleja: materiales unos –cambio de modelo de una sociedad o de las condiciones económicas del momento- y espirituales otros –emergencia de nuevas corrientes filosóficas o estéticos- de cuya combinación u oposición nace un modelo fructífero capaz de traducir en formas concretas las informes contradicciones de su época. Podemos decir, así, que un paradigma es una especie de imagen espiritual de su siglo.
La emergencia de las vanguardias puso en crisis todo aquello. Se perfilaron innumerables lenguajes formales que compartían su preocupación por entender cómo el desarrollo de las nuevas tecnologías y la omnipresente preocupación social debían transformar las formas del arte. Es la época del PARADIGMA DE LAS VANGUARDIAS con el que hemos entendido la arquitectura del siglo XX.
Asistimos, con un creciente cinismo, al desarrollo del antiguo paradigma de las vanguardias exclusivamente en el campo estilístico, con arquitecturas sutiles y depuradas de indudable belleza. Sin embargo, el impulso tecnológico que justificó la obra de aquellos pioneros ha ido evolucionando por caminos divergentes, configurando un espacio autónomo al que sólo recurre el arquitecto en los aspectos "secundarios" de su quehacer.
¿En qué consiste la "crisis" de la arquitectura de nuestro tiempo? En el desfase entre los lenguajes y la tecnología o, mejor aún, en la abierta oposición entre los lenguajes arquitectónicos y los contenidos o conceptos relevantes para el mundo de hoy.
Quisiera explicar esta idea del desfase entre las formas y el espíritu de nuestra época,con dos imágenes muy elocuentes. Los hombres de comienzos del siglo XX asistieron a dos inventos, el avión y el automóvil, que revolucionarían sus vidas en los cincuenta años siguientes. Sin embargo, llegar a la forma ejemplar de un avión o un automóvil no fue fácil. Requirió de un paradigma que aunara el concepto y su expresión. Así, los primeros automóviles fueron verdaderos carruajes con motor; los aviones de los pioneros, por su parte, auténticas cometas motorizadas. Fue un trabajo arduo el que permitió, en apenas treinta o cuarenta años, en llegar a esa forma arquetípica que, aún hoy, reconocemos como nuestra. Algo semejante ocurrió con el desarrollo del taylorismo en la organización del trabajo. En los espacios de trabajo de finales del siglo XIX, asistimos a una organización de los trabajadores en cubículos en los que reconocemos una simple traducción del espacio doméstico burgués. Sólo el desarrollo de la tecnología aplicada al aumento de las luces estructurales y la posibilidad de la climatización eficiente, permitió la creación de espacios acordes a su función.
Esta saludable metamorfosis sufrida, en general, por todos los inventos ingenieriles y llevada a cabo en periodos de tiempo sorprendentemente cortos, no se ha conseguido aún en la arquitectura. La paradoja de nuestro tiempo consiste en que la hipertrofia de la arquitectura vulgar de consumo, asistida como cómplice por los ejemplos manieristas y singulares de los arquitectos de "prestigio", convive con la emergencia cada vez más preocupante de problemas energéticos, económicos, sociales y culturales de una relevancia sin par desde el inicio de la Revolución Industrial.
Nunca como hoy habíamos estado amenazados por problemas cualitativos de tal calado y, sin embargo, nunca como hay había estado la arquitectura tan alejada de esos mismos problemas.
La construcción de un nuevo paradigma deja de ser un problema estético para convertirse en un dilema ético. Creo que ahora me encuentro en una posición adecuada para responder a la pregunta que les adelantaba hace algunos minutos. ¿Con qué materiales debemos construir este nuevo paradigma? Mi respuesta es aparentemente sencilla: hoy en día este nuevo paradigma sólo puede ser un PARADIGMA DE LA SOSTENIBILIDAD.
El paradigma de la sostenibilidad, de este modo, se funda en una actitud que se hace patente en un modo de trabajar que, a través del conocimiento de la complejidad, interviene sobre ella pero no de cualquier modo –y esta idea es de particular importancia- sino de una manera reversible, es decir, manteniendo o “sosteniendo” las reglas de juego básicas del ecosistema heredado. Las formas derivadas del paradigma de la sostenibilidad son, por tanto, siempre abiertas, dinámicas, nunca irreversibles.
En este contexto, por lo tanto, no son tan importantes las herramientas o estrategias que deben ser aplicadas como el punto de vista desde el que se aplican. La sostenibilidad, por tanto, es un concepto que sobrepasa lo puramente energético, dando cuenta de las transiciones entre la materia, la forma y la energía que subyace a la arquitectura, a las ciudades y a los territorios.